NOTA: esta crónica fue publicada originalmente en la revista digital «Otros Tiempos» que dirige Javier García Wong-Kit.
Todas las fotos son de mi autoría, parte de un proyecto fotográfico personal sobre este tema.

I
Nací y me criaron en Lima, la megalópolis en medio del desierto, la ciudad donde nunca llueve, donde lo más parecido a la lluvia es una persistente llovizna, donde el invierno significa no ver cielo azul al menos durante tres meses. Cuando hice el viaje inverso al de mis padres, tras 54 años viviendo en la ciudad de las nubes invisibles, llegué a Tingo María, donde me enamoré de sus voluminosas e inmensas nubes volando sobre el límpido cielo azul y el poderoso Río Huallaga.
Tingo María es llamada la “Puerta de entrada de la Amazonía peruana” por su ubicación geográfica. En esta ciudad me establecí con mi marido para ejecutar un proyecto en turismo sostenible. Su paisaje urbano es único e inconfundible debido a la silueta de “La Bella Durmiente”, cadena montañosa que muestra una mujer acostada. A esta misteriosa “mujer selvática” se la identifica en el folklore local como a la Princesa Nunash; y sobre ella se estableció, en 1965, la segunda área natural protegida del país, el Parque Nacional Tingo María, hoy en día el principal atractivo turístico de la Región Huánuco, la sexta más pobre de todo el Perú.
Viviendo en Tingo María, y recorriendo a diario 20 km por la carretera Fernando Belaunde para llegar hasta mi emprendimiento en el Caserío Los Milagros, empecé a contemplar y a enamorarme sin remedio de las enormes nubes de tormenta que a menudo se ven por estos lares. Porque aquí, en la Selva Central, es muy fácil apreciar en los cielos el viaje de estos “ríos voladores”, llamados así debido a que liberan agua en forma de lluvias que recorren hasta tres mil kilómetros de norte a sur por la vertiente oriental de la cordillera de los Andes, desde la Cuenca Amazónica hasta el norte de Paraguay y Argentina; aproximadamente la distancia entre Máncora (Piura) y Antofagasta (Chile).
El nombre “Ríos Voladores” fue acuñado en el 2007 por el ambientalista y piloto suizo Gerard Moss, junto a la Fundación Brasileña para el Desarrollo Sustentable, y alude a la enorme cantidad de agua que estas nubes transportan; una combinación de los flujos de humedad provenientes del Atlántico, más la que evaporan más de 600 mil millones de árboles de los bosques amazónicos que cubren un 41% del territorio sudamericano. Por algo en inglés a estos bosques se les llama rainforest.
Una de las maneras más obvias de avistar estos ríos voladores es en forma de inmensas masas de nubes cumulonimbus desplazándose sobre la selva, sus pueblos y ciudades. Una sola de estas nubes, suspendida a unos dos kilómetros del suelo, puede tener más de diez kilómetros de ancho en su base y alcanzar entre 10 a 15 km de altura, algo así como la distancia entre la Universidad de Lima y el Centro Comercial Plaza San Miguel (13.4km) en la capital peruana. Ahora imagínense eso en vertical.
Su aspecto mullido y esponjoso como un borreguito de peluche esconde algunas de las fuerzas más poderosas de la naturaleza. Son las que causan las turbulencias que sacuden los aviones y, según la región, latitud, condiciones climatológicas y la altura en que se encuentren, pueden originar no solo lluvias sino también nieve, granizo, e incluso tornados.
Se pueden mencionar mil fascinantes datos sobre este tipo de nubes y sobre los ríos voladores de la Amazonía. Pero una cosa es leer y analizar los datos e indicadores científicos, y otra cosa es contemplar estos flujos en acción, vivirlos, sentir su fuerza y su poder de dar vida (la Cuenca Amazónica alberga un 15% de la biodiversidad del planeta) y también de generar destrucción y muerte.

II
En Tingo María y en todas las ciudades, pueblos y aldeas de la Amazonía a estos ríos voladores se los ve, se los siente, se los vive, durante la estación de lluvias, que en un año normal va de noviembre a mayo. Es la temporada en que los campos se siembran, la selva se pone aún más verde, los ríos crecen y se hacen navegables, es más fácil observar animales como aves, monos y mamíferos pequeños; muchas orquídeas y bromelias florecen; peces como el paiche se reproducen, y las ranas arborícolas cantan día y noche.
Mi primera temporada de lluvias en la selva me resultó fascinante y sobrecogedora. Tanto que de mis sentimientos sobre estos ríos voladores (admiración, asombro, respeto, gratitud) inicié un proyecto fotográfico muy personal, el mismo que dio origen a este artículo. De hecho, me tocó vivir días con lluvias tan copiosas que dificultaban la visión. Me vino entonces a la mente, como un flashback, una cita de un cuento de García Márquez: “Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas” (1).
Toda esa lluvia vivificadora termina en los ríos, que a veces se salen de cauce, llevándose de encuentro alguna chacra. Los suelos se saturan de agua, las quebradas se llenan de barro y generan huaycos (*) que pueden bloquear carreteras, las calles se inundan y transforman en arroyos, los techos de calaminas vuelan, los truenos rugen y a veces los relámpagos causan estragos. La última vez que un rayo cayó como a 200 metros de mi minidepartamento tingalés, el impacto no solo nos sacudió como un sismo, sino que además nos dejó sin luz por el resto de la noche y se quemaron varios televisores en esa calle. Yo no tengo televisor, pero viendo a mis vecinos lamentarse aprendí que cuando la tormenta eléctrica se acerca, hay que desenchufar todos los artefactos. Aquí no existen los pararrayos.
Los pueblos originarios de la Amazonía no siembran ni construyen poblados dentro de los cauces de ríos o quebradas. Pero, al igual que en el antiguo Egipto, aceptan los riesgos (calculados) de establecerse y sembrar cerca de los ríos por las mismas razones que los egipcios: por la fertilidad de los suelos y por la abundancia de agua. Para las culturas como la shipibo-konibo el agua es uno de los cuatro mundos que componen su cosmovisión, en la que no existe diferenciación entre personas, plantas y animales, sino que todos son parte de un todo e igualmente importantes. En ella, la vida consiste en mantener un equilibrio. Así, los pueblos originarios amazónicos entienden la relación entre la tierra, el bosque, el cielo y la lluvia, y, por tanto, el ciclo de los ríos voladores.

III
Las fuerzas naturales que ponen en marcha el ciclo vital del agua en la Amazonía marcan las dinámicas de trabajo y vida de todos los que habitamos la selva. En época de lluvias no se realizan trabajos de construcción, no se hace trabajo en exteriores, en resumen, nada que no se pueda realizar bajo techo. La excepción son algunas empresas contratistas que cuentan con el lujo de una motobomba a gasolina que todos los días saque el agua acumulada en los cimientos y otras áreas de una construcción. Pero estas ventajas tecnológicas no son solución al 100%, porque no es raro que los operarios lleguen muy tarde a la obra o simplemente no lleguen a trabajar… porque la lluvia les cerró el camino.
Yo me enteré de todo este tema de los ríos voladores buscando documentación para mi proyecto fotográfico personal. Gerard Moss sobrevoló estas corrientes de humedad recolectando muestras y datos con los cuales montó luego una exposición pública y un programa educativo para generar conocimiento sobre los ríos voladores y concienciar sobre la importancia de conservar el bosque.
En Perú de este tema casi no se habla, a pesar de que el 60% de nuestro territorio es amazónico y de que el Estado peruano reconoce en su Base de Datos de Pueblos Indígenas u Originarios a 51 pueblos de esa región. Pueblos cuyos habitantes muchas veces deben andar kilómetros -a veces descalzos- para encontrar una posta médica o una escuela, y que solo aparecen en la agenda estatal o mediática durante conflictos sociales, o cuando hay que mitigar el daño causado por alguna concesión petrolera. El Estado no es consciente del enorme valor de nuestra selva para la vida mundial. Y, al parecer, los otros estados Amazónicos del continente comparten esta infeliz inconsciencia.
Se ha calculado que estos ríos voladores pueden transportar tanta o más agua que el propio río Amazonas. Sin ellos, gran parte de Sudamérica sería un erial. A estos ingentes flujos de humedad les debemos la vida. Son estos ríos voladores los que alimentan los ríos andinos, irrigan valles y campos, y posibilitan que grandes ciudades como Bogotá, Lima, Quito y La Paz tengan agua, al igual que otras del sureste como Sao Paulo, Buenos Aires y Montevideo.
Los ríos voladores que veo pasar desde mi casa tingalesa no sólo mantienen la vida de millones de personas, sino que además aportan un 20% del agua dulce del planeta. Y los árboles de la selva amazónica tienen un rol crucial en este ciclo del agua a nivel mundial. Por eso, ahora más que nunca, tenemos que protegerlos de amenazas como la tala ilegal y la deforestación incontrolada. Sin ellos, los ríos voladores peligran.
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(*) Huaycos: término quechua usado en Perú para un alud de barro y piedras que se desprende de los Andes por las lluvias torrenciales.
(1) GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel (1955). “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”.
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