Mis navidades en el rrioba(reeditado)

NOTA: Hace dos años publiqué este texto en mi antiguo blog. Lo vuelvo a publicar ahora, como parte de los blogo-preparativos navideños 🙂 en atención a los bloggers que no me leían por aquellas épocas. Cariños.

Nuevamente llegó Diciembre, mes de Navidad, celebraciones y recuerdos. Veo jugar a mi hijita, disfruto de ver la inmensa alegría que le causan cosas y actividades (navideñas o no) tan sencillas que a los adultos ya no nos llaman la atención, y pienso que, efectivamente, deberíamos mantener intacto a lo largo de vida esa eterna e inocente alegría infantil ante la vida y lo que nos pone delante: nada mejor que la compañía de un niño para rebanarnos del alma los callos que las batallas diarias nos dejan, y volver a ponernos en perspectiva.

Doy diariamente gracias a Dios por la salud y alegría de mi hija, y por la estabilidad que podemos brindarle. Mis propias Navidades infantiles, objetivamente, no fueron tan tranquilas, aunque en mis recuerdos se dibujan como años maravillosos.

Eran los inicios de la década del 70 y mis padres eran profesores del Estado (o sea: no ganaban gran cosa) y vivíamos en el segundo piso de un edificio en un populoso barrio de Breña, al lado de una esquina que, para cuando yo cumplí 11 años, ya era como dicen “brava” porque habían empezado a vender pasta y no precisamente de la que se come, sino de la que se fuma (PBC).

Mamá y las vecinas solían quejarse de que el edificio era “un callejón vertical”; la mayor parte del tiempo los pasadizos estaban a oscuras porque ya pocos vecinos querían pagar su cuota de servicios. Y por eso mismo, las más de las veces tampoco funcionaba la bomba de agua. Teníamos todos que acarrear el agua en baldes desde la cisterna hasta nuestros departamentos.

Ahora suena horrible, pero en mis recuerdos infantiles todo eso era como una gran aventura. En mi inocencia infantil, tener que bañarme con jarritas o subir/bajar las escaleras linterna en mano era casi como vivir en un campamento eterno. No conocía otro modo de vivir, por entonces, y el que conocía me divertía.

En el barrio, casi todos se conocían, y las celebraciones de Navidad y Año Nuevo eran prácticamente fiesta comunal vivida a puertas abiertas. Y la música de Navidad más escuchada allí era la del disco (por entonces, vinilo) de la coral infantil del colegio Manuel Pardo de Chiclayo. Nadie tenía ni una alita de pavo, por supuesto, pero siempre había pollito a la brasa o alguna peruanísima cena especial preparada en casa, con el infaltable panetón, y de alguna manera siempre se hacía alcanzar un poquito para los vecinos que pasaban a saludar, mientras los chicos nos escapábamos a jugar a la calle sin que nos dijeran nada.

Allá en el barrio todos éramos, como dicen ahora las ciencias sociales, de distintos orígenes étnicos: había de todo. Desde el popular “chino” Ricardo (que en realidad era japonés) dueño de la bodeguita de la esquina, hasta doña Bernabé (así se llamaba), que lavaba ropa ajena a la vuelta de casa, y que era la típica moche de nariz aguileña y trasero nulo. Sin contar con la señora que vendía postres, tan negra como los teléfonos antiguos. Mis amiguitas Rocío y Almarosa eran peruana-peruana-neta (de hecho, familia ayacuchana) la primera y blanca y castaña la segunda. Los mismos padres jesuitas de la parroquia eran peruanos, españoles y estadounidenses.

Y así, para los niños que crecimos allí, el tener uno u otro color de piel o de cabello, ser lacios u ondulados, o tener ojos de una u otra forma y/o color era tan natural y normal como tener o no tener lunares, o como ser o no ser miope. Quizás por eso, cuando crecí un poco, se me hizo tan difícil entender que existía una cosa llamada racismo (y quizás por eso hasta ahora no lo entiendo).

Ha pasado mucho tiempo, y ya casi todos los que crecieron en ese barrio se han ido de allí. Cuando estaba por casarme necesitaba mis partidas de bautismo y confirmación, de modo que volví por esas calles de mi infancia. Me habían advertido se ha puesto bien feo, ya no es como antes, anda con cuidado, no te vayan a asaltar pero… aunque uno se haya ido del barrio, el barrio siempre queda dentro de uno: el panorama me resultaba tan familiar y me traía tantos recuerdos, a pesar de que me encontré con un par de esquinas bien bravas y algunas caras muy raras por allí, me fue imposible tener miedo. Y no me pasó nada.

Hace pocos días, de compras, encontré en un CD pirata el mismo disco de villancicos cantados por la coral infantil de aquel colegio chiclayano. Era exactamente la misma grabación, y la compré, porque no los había vuelto a oír desde hacía mucho, mucho tiempo. Ya en casa, me volví a a transportar a esas navidades de mi infancia: lo mejor fue que a mi hija le encantó la música y se puso a cantar y bailar… y no sé porqué, pero me emocioné tanto que se me hizo un nudo en la garganta y no pude contener un par de lágrimas.

En mi niñez, en cada Navidad, el padre Carlos nos recordaba: el Niño Jesús no nació en un palacio, sino en un establo. Y ahora, cada Navidad siempre recuerdo esos años en el barrio donde me crié, las amiguitas que crecieron conmigo, los adultos que nos vieron crecer, las misas de Navidad en aquella parroquia… recuerdo muchas de esas tempranas vivencias y hago el saludable ejercicio de recordar de dónde vengo y a la gente cuyo contacto me hizo lo que soy.

Ha sido un largo camino hasta aquí, con algunos momentos muy difíciles, pero haciendo un balance me siento agradecida, porque lo considero una experiencia muy formativa. Tanto, que a veces me pregunto si no estaré sobreprotegiendo a mi hija, si no debería sacarla de una vez a que conozca otras realidades.

Una cosa tengo muy en claro ahora. Las cosas materiales ayudan a vivir, nos dan comodidades, hasta nos pueden alegrar, pero sólo son cosas: uno puede quedarse con muy pocas cosas o con ninguna, pero mientras se tenga a la familia, a los seres amados, a los verdaderos amigos, siempre habrá una forma de salir adelante. Tal como hicieron mis padres y muchas otras familias en el barrio donde me crié. Para eso no se necesita más que tener ganas de vivir con alegría… como los niños. Algo así como mantener el espíritu de la Navidad dentro del corazón durante todo el año, para que el Niño Jesús pueda nacer en nuestros corazones.

Aunque faltan todavía varios días, Feliz Navidad, amigos.

4 respuestas a “Mis navidades en el rrioba(reeditado)

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  1. Igual que Jocho, me volvió a encantar el post!
    (yo estudié en Breña y cada que voy por allí salto emocionada. Y mi cachorrita mayor me mira como si estuviese demente….)

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